Cuentos de invierno. Editorial por EL Plantío Eventos

Sucedió cuando la bruma y el frío invierno se hacía con la superficie donde ella había dejado marcado el camino a su encuentro. Cuando la iluminación vespertina apenas dejaba paso abierto a la visión, y el invierno empezaba dando sus primeros pasos al vaho de los susurros.

Miraba alrededor, sin definir la dirección de su camino, poniendo atención en las risas de los demás, intentando identificar aquella donde reinaba su corazón.

Sus rasgos denotaban júbilo a pesar de su serio semblante. Era guapo, sincero, rico. Sólo ella le conocía y sabía que tras esa apariencia ruda, vanidosa y tremendamente elegante; portando bajo un lienzo en negro azabache y coronado con levita y corbanza en brocados bronce; yacía la persona que cuyo carácter singular supo conquistar y curar cada pedazo del corazón de la bella niña por la que moriría en una y mil vidas venideras.

No se escondía. Disimulaba su mirada inocente, ligera y penetrante tras unos labios cuya tonalidad llamaba a la degustación.  Prometía una difícil búsqueda, pero apenas se complicaba en ocultar las pistas, ya que al final del tramo, ella siempre le esperaría en el rincón dónde acontecieron las mejores historias de amor que ellos mismos escribieron de su puño y letra.

Allí, a pie del hallar que presenció tantos encuentros entre los amados, lugar de cuentos fantásticos y leyendas fabulosas, donde la magia embriagaba el aire que a cada relato inspiraba.

Se decía que pertenecía al salón de una antigua propiedad gobernada por una familia con historias que atemorizan a quién siquiera conociera de su existencia, garantía de que, por toda la eternidad sería sólo suyo. Su lugar. Un lugar que se encontraba amenazado idílicamente por la fuerza natural que tan hábilmente se había hecho paso y cuya naturalidad de belleza hacía entrever las rosas en tonos pálidos y neutros bailando entre los brooms, las plumas de pampa y graminea y el ennegrecido eucalipto por el tiempo y la lluvia en polvo.  Un rincón que tal podría pasar desapercibido o podría ser foco de admiración de los buenos ojos.

De pie, embriagada por los nervios del encuentro, con aquel vestido que con vergüenza juvenil lucía lo mejor de ella. Un vestido con el que había soñado desde sus primeros pasos inocentes, imaginando el futuro incierto que ella misma escribía, y con un vestido joya de tul de seda bordado en guipur, cuya inocencia se perdía en la espalda en collares perla que dejaba ver más de lo que nunca le había permitido ver a nadie. Sólo a él. Y corona en plumas de gallo con la que había jugado a representar su boda tantas veces en su niñez. Era ella, inocente y virtuosa que no pasaba desapercibida de entre todas las demás.

No podía ser pues, mejor emplazamiento para la espera del encuentro, cuya luz tenue salida del chisporroteo de las llamas de las velas y el mobiliario hábilmente rescatado por los jóvenes que con tanto esmero recuperaron para diseñar su espacio, suyo y de nadie más, de lámparas colgantes de cristal, diván de visón terciopelado donde tantas historias de amor le leía ella; y sillón imperial decapado dónde la eterna y placentera escucha de lo que podían ser llenaba toda la atención de él.

Y la encontró. Ya no su risa de niña que llevaba el aire del anochecer, ya no su olor impregnado por el amaranto, era ese hilo rojo que desde que cruzaron su primera mirada desdeñada iba atado a sus meñiques, evitando que la lejanía fuese una pena, las clases carecieran de la más mínima importancia y haciendo de su crecimiento como personas no sólo su cómplice sino su razón de ser el uno para el otro.

Sólo ella cuidaba con esmero cada detalle. Le venía de familia. Estar a disposición de cual quehacer fuera preciso y cuidar la perfección si a riñas no se quería enfrentar. Se jugaba mucho. Sus hábiles manos se hicieron con el mejor menaje en plata, el de ocasiones especiales, y la cristalería reservada a altas dignidades; la mantelería que salvo algún rasguño sabía que nadie iba a echar en falta y los candelabros que debía devolver tan pulidos como para hacer que los rayos del sol iluminaran toda la estancia. Una maña y un gusto que de la nada creaba fábulas de hadas.

Él, bebida espumosa cuyo oro era lo más que podía darle a ella. Pero el suficiente como para que ese cruce de manos, de miradas, donde enroscar sus hilos rojos fuera el mayor tesoro del mundo. Ya que en aquel instante, en aquel lugar, en aquel momento, ellos se prometieron amor eterno.

Pero no estaban dónde tocaban. No debían, no podían. Y es que en ocasiones el hilo rojo y el destino no juegan en el mismo tablero, pero cuán poderoso puede ser el amor para que, por un instante, y con tan poco, ellos fueron felices. Imaginaron cuán grande era el mundo y cada rincón que no se dejarían de pasar, estando en apenas una estancia casi derruida y llena de polvo. Rieron, bebieron. Se comieron el uno al otro. Y ahí, a pesar de las adversidades, supieron que el mayor valor de las cosas era el que tú quisieras darle. 

Y consumidas las llamas de los cirios, cuya cera diluida no permitía ni el último aliento, y la niebla baja amenazante del esquivado amanecer; allí quedo el recuerdo, fuerza suficiente para saber que al menos un día, un minuto, un momento o un simple instante, se dio algo maravilloso. Y fuiste inmensamente feliz.

Diseño, organización y montaje. Y texto.

El Plantío Golf Resort

Yaiza Vicedo – Wedding Planner

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Equipazo

Localización. El Plantío Golf Resort 

Fotografías. Adrián Cermeño

Menaje y mobiliario de alquiler. Pack And Things 

Menaje y mobiliario de alquiler. Alquileres Kava

Floristería, ramo y tocado. Florarte

Papelería. El Enjambre 

Trajes de novio. Carlo Ruzzini 

Vestido de novia. Raquel de las Cuevas

Maquillaje. Marina Brovko Make Up 

Peluquería. Bionda Estilistas

Tocado ceremonia. Julieta & Co

Zapatos. Ángel Alarcón 

Iluminación y humo. Grupo Valcres

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